Vivir esta experiencia fue lo mas cercano a estar soñando. Me tomó días digerirlo, y quizás sigo
haciéndolo. Saberme capaz de hacer una revolución donde sea, sentir que no hay límites
reales, solo los que nos ponemos nosotros mismos. Vivir la vida como un videojuego, donde
cada persona con la que hablas te puede dar la llave para el siguiente nivel. Perder la
perspectiva de la realidad tal como te la describieron siempre; jugar, convocar, arriesgar, mover
mundos y vidas con una idea, sin miedo; saber dar y también recibir. Caminamos juntos, la
tribu de colores en una ciudad donde muchos visten de negro. Jugamos, reímos, bailamos,
montamos el metro, mientras Jonas, el saxofonista mexicano, musicalizaba el momento. La
gente nos miraba, era imposible no hacerlo, pues nuestros atuendos rompían cualquier
expectativa. Así pasamos la tarde del 26 de septiembre en París.

Al llegar a Place Vendôme, se sintió una energía distinta: seriedad, reglas, lujo, riesgo, cautela,
motos, coches negros, guaruras y paparazzis. Alfombras rojas. Se acercó Andreas con su
cámara de video, el director de arte y video que conocí siete años atrás afuera de Central Saint
Martins y quien fue mi primer cómplice en esta aventura. Me dijo: “Gabrielle, la cosa está seria.
No podemos hacer nuestro performance afuera de Schiaparelli o nos lo van a parar al minuto
uno, si es que no nos arrestan”. A esto le contesté que ahí estaba toda la acción que
estábamos buscando, que teníamos que ir. Esta vez, más serio, me dijo que no creía que todos
estuvieran dispuestos a ser arrestados. No pude reprocharle, así que fuimos a hacer el
performance al otro lado de la plaza. ¡Por fin nos salió perfecto! Todo bajo control, a diferencia
del que habíamos hecho esa misma tarde en el Palais Royal, donde la pasarela del vestido
volaba con el viento y los modelos caminaban fuera de tiempo.

Fue impactante hacer un performance en un entorno tan poderoso, bello y monumental. En un
momento, noté que Andreas se había ido con Jonas a grabar el saxofón, y al sentir que la
acción podía terminar pronto, la vándala que llevo dentro se apoderó de mí. Le dije a todo el
equipo que era momento de ir afuera del show. Cuando Andreas y yo llegamos al otro lado,
los modelos estaban parados en línea recta, totalmente en su papel, siendo fotografiados por
miles de paparazzis a la vez. Todo se volvió muy surreal. Entre nervios y emoción, escogí estar
presente, realmente estar ahí, en el sueño.

Comenzó el desfile. Dos de los chicos tomaron el vestido pasarela por delante y por detrás y lo desenrollaron para caminar sobre él. Todo fluyó, y se sentía que cada quien sabía exactamente qué hacer. Los que no estaban modelando y yo llevábamos paraguas que grafiteé con mi nombre la noche anterior, en el patio trasero del departamento de mi prima Laura en Montmartre, nuestra base para la misión. Nos reunimos más de quince personas esa tarde, todas desconocidas, que conocí caminando por las calles, tomando una cerveza en un bar o en el metro, y nos convertimos en una familia. Cada uno de ellos tenía algo especial que llamó mi atención, por lo que me acerqué a invitarlos a ser parte de la aventura, y creo que ellos vieron algo en mí, por lo que aceptaron.

Después del show, llenos de adrenalina, regresamos al departamento donde todo inició. Comimos sandía, compartimos sentimientos, risas y una experiencia que, a nuestra manera, nos transformó. Todos con una misión en común: llevar la moda, que normalmente es exclusiva, a las calles de París. Una ciudad donde se siente que todo es posible. Al menos, para nosotros lo fue. Se alinearon los astros, las estrellas, o no sé qué, pero se sintió que así tenía que ser. Como si toda mi vida hubiera sido parte de este camino, para que esta aventura, rebeldía, revolución, juego, película, fuera posible. Eternamente agradecida con cada una de estas personas especiales que creyeron en mí y transformaron mi locura en un sueño de carne y hueso.