
Hablamos sobre lo que aún no se cierra, sobre lo que se insinúa más que se nombra, y sobre la posibilidad de crear desde lo inestable. A lo largo de una conversación con Diego Vega Solorza, enmarcada en la celebración de sus 10 años de trayectoria como coreógrafo profesional, el artista nos comparte las preguntas que siguen abiertas, los gestos que no necesitan ser traducidos y las decisiones escénicas que nacen del impulso más que de la estrategia en su última obra BASTOEVE.
A diez años de haber comenzado este camino coreográfico, ¿cómo se teje BASOTEVE con lo que has recorrido? ¿Qué necesitaba madurar en ti para que esta obra pudiera emerger?
Justo hace unos días pensaba mucho en eso: en cómo me he ido encontrando como coreógrafo y bailarín a lo largo de estos diez años, y cómo mi manera de concebir el arte y la creación ha ido evolucionando. Si bien desde el inicio tenía bastante claridad en mis intereses artísticos y en mi visión de la danza, con el tiempo ese camino se ha vuelto más específico, aunque también ha cambiado a medida que investigo, estudio y experimento.
Basoteve surge en un momento en el que siento que tengo más libertad, tanto en el proceso como en lo que propongo en escena. El apoyo de la galería Llano, que actualmente me representa, fue clave: con esta pieza me acerco de manera más directa al terreno del arte contemporáneo, y eso me permitió asumir riesgos, salir de los formatos a los que estaba acostumbrado y explorar nuevas formas de lectura escénica.
En esta obra hay una transformación importante en el ritmo y en la manera en que se construye el tiempo en escena. A diferencia de trabajos anteriores, que suelen tener una estructura más simétrica, coros, organización clara en el espacio y una lectura muy digerible, Basoteve propone un ritmo más prolongado, una lectura más exigente y una geometría menos evidente. No busca complacer visualmente de inmediato, sino invitar al espectador a observar con atención, a involucrarse desde otro lugar.
Creo que esta obra marca un cierre simbólico de una década de trabajo y, al mismo tiempo, el inicio de una nueva etapa. Intento no pensar demasiado en cómo será recibida, pero sí me gusta esa mezcla de vértigo y adrenalina que aparece cada vez que tomo un riesgo escénico. Ese momento en que no sabes si el público va a conectar o no, pero igual confías en lo que estás proponiendo. Para mí, Basoteve representa eso: el deseo persistente de hacer que la danza siga siendo posible.
¿Cómo trabajas con la idea del cuerpo en escena cuando no hay certezas, solo tensiones, memorias o restos?
Las certezas en escena no existen del todo, aunque muchas veces las buscamos. Mi trabajo coreográfico parte de esa tensión entre el control y la posibilidad del error. No suelo trabajar desde la improvisación abierta; cuando la utilizo, es de manera muy dirigida, con rutas claras, intenciones marcadas y márgenes bien definidos.
Aun con toda la preparación y el entrenamiento, la escena siempre implica una parte impredecible. Al principio de mi carrera, yo asociaba la excelencia con el dominio técnico y la perfección en la ejecución. Con el tiempo, entendí que el rigor y la disciplina no garantizan certezas, pero sí son una forma de habitar el proceso con compromiso. Aprendí a aceptar lo inestable no como un fallo, sino como una característica esencial de las artes vivas.
En Basoteve, busco otro tipo de precisión: una que nace de la conexión con el otro, de la acción y la reacción, de la lectura atenta del cuerpo del compañero. La matemática sigue presente, pero pensada no como sistema cerrado sino como catalizador de relaciones y tensiones. Si la inexactitud genera una emoción o un conflicto que enriquece la escena, entonces es una herramienta más para activar el lenguaje expresivo de la obra.
El paisaje que habita la obra es latente. ¿Desde dónde creaste ese territorio escénico?
La noción de paisaje es algo que vengo trabajando desde hace tiempo y que he intentado incorporar a mi práctica escénica como una herramienta conceptual, no solo visual. En arquitectura, el paisaje suele entenderse como una relación entre lo construido y lo natural, un espacio que no solo se observa, sino que se organiza, se interviene y se habita. Desde la naturaleza, en cambio, el paisaje remite más a lo orgánico, lo que se da por presencia, por experiencia sensorial, por memoria. Ambas perspectivas me interesan porque se complementan: una piensa el paisaje como diseño y estructura; la otra, como algo que se siente y se vive.
En danza, trasladar la idea de paisaje implica imaginar el espacio escénico como algo más que un fondo o una escenografía. Me interesa pensar que el cuerpo mismo puede ser paisaje: no solo se mueve en un espacio, sino que construye uno con su presencia, con sus trayectorias, sus tensiones y sus modos de estar. El movimiento dibuja relaciones, formas, atmósferas, y todo eso configura una geografía afectiva y física que el espectador también recorre.
En Basoteve, el paisaje nace de memorias corporales, de gestos heredados y de comportamientos observados en mi entorno de origen, al norte del país, en Sinaloa. Ahí, los cuerpos masculinos están marcados por una gestualidad muy particular, por una manera de andar, de mirar, de imponerse en el espacio. Esa gestualidad no surge aislada: está moldeada por el territorio, por el clima, por los oficios, por las narrativas que se construyen alrededor del cuerpo masculino.
Quise traer todo eso al escenario no desde la literalidad, sino desde la evocación: pensar qué tipo de paisaje construye un cuerpo cuando carga, cuando resiste, cuando sostiene. Qué tipo de clima escénico se genera cuando esos cuerpos se desorganizan o se salen del modelo hegemónico. La escena, en ese sentido, se convierte en un territorio: no está dado, se diseña y se transforma en tiempo real. Es ahí donde entra la danza, no solo como movimiento, sino como una forma de esculpir el espacio desde la experiencia y la memoria.
Has hablado de la obra como una posibilidad de reimaginar el cuerpo. ¿Qué buscabas dejar abierto, más que definir, al componer esta pieza?
Uno de los motores de mi trabajo es justamente ese: buscar nuevas maneras de imaginar el cuerpo y de imaginarnos a nosotros mismos con más libertad. Me interesa crear espacios donde podamos proyectarnos más allá de los mandatos de género, de las normas sociales o los sistemas de control que nos dicen cómo debemos vernos, actuar o sentir.
Vivimos en una realidad que muchas veces impone represión, culpa, vergüenza. El cuerpo se enseña desde lo normativo, lo binario, lo preestablecido. Lo masculino y lo femenino están definidos con tal rigidez que todo lo que se sale de ese esquema es castigado, ridiculizado o excluido.
En Basoteve quise plantear una pregunta sobre la masculinidad, sí, pero también una invitación a imaginar otras formas de habitarnos. Pensar el cuerpo como materia disponible para la transformación, no como un molde cerrado. Como un espacio que se reinventa desde el deseo, desde la visión propia, desde el contexto.
Para mí, el cuerpo tiene el potencial de ser libre, de mutar, de proponer nuevas formas de estar en el mundo. Basoteve es una manera de abrir esa conversación desde la danza.
¿Cómo piensas la fragilidad o lo inestable dentro de tu lenguaje coreográfico? ¿Qué lugar ocupan esas dimensiones en el trabajo?
La fragilidad empezó siendo una necesidad más teórica que física, una idea que me interesaba explorar, sobre todo por la figura masculina que aparece en la obra: el hombre del norte, el hombre de rancho, el modelo hipermasculino. En ese imaginario, la fragilidad no tiene lugar. Por eso quise colocar al cuerpo ahí: en estados que pudieran detonar esa vulnerabilidad, pero no desde lo narrativo o lo actuado, sino desde lo físico.
Diseñé situaciones en las que el cuerpo entra en tensión real: levantar algo pesado, sostener al otro, cargar, empujar… acciones difíciles de ejecutar con perfección. Esa imposibilidad genera un estado emocional distinto: la fatiga, la duda, el miedo, la pérdida del control. Y eso se vuelve escénicamente muy potente.
No me interesa mostrar la fragilidad como algo decorativo, sino como una condición auténtica del cuerpo en escena. Porque desde ahí también se puede construir belleza, presencia, potencia. En mi trabajo, lo frágil y lo inestable son dimensiones que activan otros modos de sentir, de ver y de relacionarnos con lo que ocurre en el escenario.
¿Qué preguntas te siguen acompañando después de crear BASOTEVE? ¿Qué no se cerró y quizás no debería cerrarse nunca?
Uy, no lo sé del todo. Ha sido un proceso largo, de mucha reflexión y análisis, pero por más que uno intente afinar la parte intelectual, al final la danza se hace, se baila. Y creo que muchas respuestas solo aparecerán una vez que la pieza se estrene, que llegue al público, que se active realmente en escena. Ese momento, el de la ejecución, es el punto de quiebre: ahí deja de ser teoría, deja de ser un ejercicio de ensayo, y se vuelve realidad. Y es justo en ese instante cuando empieza el verdadero análisis, cuando aparece el descubrimiento de la obra… y también las dudas. Muchas dudas. Preguntas nuevas que seguramente no había contemplado, y que probablemente son las más importantes.
Siento que Basoteve no busca cerrar nada. Más bien busca abrir. Es un punto de partida, el inicio de algo que intuyo será muy profundo y potente. Y si hay una pregunta que sigue presente, antes y después del proceso, es esta: ¿Se agotará algún día este amor y este deseo tan fuerte que tengo de bailar y de crear?
Por ahora, la respuesta es no. Y mientras siga sintiendo eso, sabré que tengo algo que plasmar en escena.