Ante la vertiginosa evolución tecnológica, el libre uso de mecanismos digitales y el acceso masivo a datos que alimentan algoritmos, el miedo se ha arraigado como maleza en diversos ecosistemas sociales. La humanidad ha transformado la sabiduría ancestral en semillas para generar códigos artificiales y, aunque estos avances tienen intenciones positivas, durante el siglo XX los robots han sido retratados frecuentemente como sombras amenazantes en el cine, el arte y la literatura.
Desde la visión crítica de Chaplin sobre la revolución industrial hasta las películas que exploran la conciencia artificial como 2001: A Space Odyssey (1968), Ghost in the Shell (1995), Matrix (1999) o Her (2013), pasando por desastres provocados por accidentes tecnológicos que contaminan ríos y alimentan nuevas leyendas urbanas, resulta natural experimentar cierta inquietud. Sin embargo, hay mucho más por aprender sobre esta rápida carrera algorítmica entre humanos y tecnología, y sobre la competencia virtual que hemos desarrollado como comunidad. ¿Realmente será fructífero expandir nuestra conciencia mediante el ahorro de tiempo?
Soy partidarix de encontrar belleza en lo burocrático. Es cierto que a veces las mejores ideas aparecen en momentos inesperados, como lavando platos o al descubrir accidentalmente un artículo inesperado durante una investigación. Soy libre de idealizar estas actividades rutinarias, pero ¿qué ocurrirá cuando el tiempo se escurra de nuestras manos de piel y deje de ser nuestro? ¿Cómo encontrarnos en una selva inmediata que nos atraviesa, en un espacio que avanza tan rápidamente? ¿Cómo entender que mi primo pequeño gana más dinero que yo vendiendo skins virtuales en Roblox? ¿Puedo yo también aprender a navegar en este ecosistema digital?
Avanzar en este camino es inevitable. Basta con observar a tu tío, el terco, quien hace cuarenta años decidió no adaptarse a las nuevas tendencias: ¡A mí esos dictadores digitales no me engañan! Ahora está perdido entre ecos de un vocabulario extraño en cenas familiares: “Desliza el dedo a la izquierda para desbloquear esto” o “Siri, silencia todas mis notificaciones de Instagram, acabo de publicar un photo dump de mis vacaciones en Cancún”.
No se trata de consagrar nuestra vida a la internet, desde luego. Reconocer una distancia saludable entre nuestro valor en el mundo material y las exigencias digitales es esencial. Sin embargo, en mi mente prevalece la idea generalizada de “ya tienen toda mi información; no voy a discutir con el algoritmo sobre mis intereses”. Deja que esos robots crean que eres una madre lesbiana de mediana edad por tu historial de búsquedas, o dale a Siri las fechas exactas de tu próximo viaje para que encuentre vuelos más baratos.
Hoy los campos digitales están tan llenos de herramientas como la naturaleza de flores. Y así como la naturaleza nos ofrece plantas con propiedades curativas, la ciencia nos proporciona herramientas de inteligencia artificial que, lejos de sustituirnos o debilitar nuestra inteligencia orgánica, pueden mejorar nuestros procesos y ayudarnos a superar vacíos y limitaciones.