Acerca de la naturaleza… y también de José María Velasco
(CULTURE)
Uno de los grandes ahuehuetes, 1871.

Dentro del paisaje no existe lo absoluto, ni cuando se da en la naturaleza, ni como género pictórico. El entendimiento de la naturaleza, y por ende su representación, siempre ha estado supeditado a la construcción cultural de los que existen en ella, de todos aquellos que están bajo su efecto. El paisaje, más que nada, es una noción cultural de tipo espacial y atmosférica, que se siente real para una comunidad específica, más no es una concepción certera de lo existe en el horizonte.

A su vez, la noción del paisaje no es una sola, se trata de una multiplicidad, la cual encuentra sus variaciones en los distintos espacios sociales, temporales y geográficos. El territorio de México, es uno en dónde las multiplicidades son exacerbadas, inacabables, resultando en complejos lenguajes y esquemas visuales que se aplican a la resolución plástica de los paisajes.

El paisaje como género y preocupación pictórica, tuvo un desarrollo curiosamente paralelo a la modernidad según dice Esther Acevedo : “nace en el siglo XVI, alcanza su apogeo en el XIX y es cuestionado a finales del XX”. El proceso para que éste fuera reconocido como un género de primera categoría fue largo, alcanzando la aceptación en el siglo XVII y el prestigio a finales del XVIII; momento en el que surgen tratados que defienden el arte del paisaje como algo que necesita de a la experiencia directa y la observación detenida de la naturaleza, sustituyendo la vieja usanza de copiar los esquemas en los paisajes de los maestros. Los artistas que se adentraron en esa naturaleza indomable, llevando consigo una rigurosa mirada, casi científica, y una sensibilidad estética a flor de piel, pronto encontraron en ella un nuevo arrebato, algo que excedía los límites de sus sentidos e incluso de sus conocimientos, algo que elevaba el espíritu tanto como lo aplastaba. Es entonces que en un intento, ya sea soberbio o solemne, por explicar aquello que les inspiraba el enfrentamiento con la naturaleza, los artistas recurrieron al romanticismo.

“El paisaje es un área artística para explorar y probablemente encarnar la poesía más alta” – Carl Grass

Bosque de Pacho, 1875.

Academia de San Carlos, 1855, de la que ya podía hablarse como la academia de arte de la capital mexicana, una nación apenas independizada, que aún tenía una larga lista de asuntos por hacer independientes; uno de ellos siendo su identidad cultural y su subsecuente producción artística. Fue en las aulas de San Carlos, en las que Eugenio Landesio, nacido en las inmediaciones de Turín, quien ejercía como profesor de paisaje, perspectiva y ornato, impartió ese mismo año la Cátedra de Paisaje en la Ciudad de México, en la que insistía en la importancia de la observación directa de la naturaleza, enfatizando el carácter imprescindible de esta práctica para la formación de los artistas mexicanos. Entre los alumnos de Landesio, se encontraba un jóven de 15 años, proveniente del extremo noroeste del Estado de México, de nombre José María Velasco y Gómez-Obregón, cuya vida y talento fueron absorbidos por la naturaleza que existía imperturbada sobre la tierra mexicana.

Pirámides del Sol y de la Luna, 1878.

La dominancia de este género pictórico en la época, fue aprovechada para atender la urgencia de desarrollar una identidad nacional libre del pasado, distinta del inestable presente, pero que fuera única, tangible y rotunda… Qué mejor punto de partida que la excepcional naturaleza local.

Mucho se ha dicho, que con la intención de colocar a México y a su identidad en una posición digna entre potencias industriales, José María Velasco integró discretamente ciertas narrativas decimonónicas en sus composiciones; la abundancia de recursos naturales y su potencial para ser explotados, el amplio legado prehispánico, el encuentro entre la belleza y el progreso, etc… Esto es una explicación muy adecuada al marco contextual de su obra, no obstante, Velasco lograba plasmar ese “algo más” que habita entre la tierra y el cielo, sólo comprensible a través del conjunto de los sentidos, no categorizable, mucho menos delimitable por fronteras políticas. Innegablemente el artista tenía una relación casi emocional con la tierra mexicana, ya que fue sobre ella donde gestó su noción particular del paisaje y su pertenencia a este, sin embargo, no creo que esa relación ni el ejercicio artístico que vino con ella, tengan como esencia una exaltación nacional, entendiendo a la nación como la toma de posesión y el establecimiento de una soberanía sobre una extensión territorial. Al observar sus obras, es evidente que no se está representando a la tierra como algo que ha sido poseído, subordinado a un orden humano, sino que se presenta como un ente en movimiento, que por un instante, nos ha permitido a los mexicanos montarnos en su vertiginoso ritmo.Ciertamente hay movimiento contenido en los paisajes de Velasco, un movimiento tan potente que cuya inercia supera el lienzo estático, llevándose al espectador consigo. En este ritmo abrumador existe la presencia humana, que se muestra como frágil y efímera en la composición, como un recuerdo que está punto de evaporarse, a punto de rendirse ante la tierra. No importa lo impetuoso de las pirámides, ni lo veloz del tren de vapor; el progreso, como el paisaje, también es una noción; noción que en ocasiones se concreta como tosca infraestructura, pero que poco a poco sucumbe al vértigo de la naturaleza.

Chapultepec, 1878.

Con el tiempo, José María Velasco entendió que al posicionarse deliberadamente ante un paisaje, le estaba dando la espalda a otro. Tal vez por la angustia que le provocó este descubrimiento, o tal vez por una cuestión de rigor, el artista representó múltiples veces el Valle de México, cada una desde un cerro diferente, siendo incapaz de ignorar el carácter subjetivo e infinitamente variable del paisaje.

En el punto más álgido de su carrera, Velasco encontró el equilibrio entre ser un hombre de ciencia –inscrito en la Sociedad de Historia Natural desde 1870– y un referente artístico durante un momento tan, pero tan agitado como lo fue el siglo XIX en México. No importó el mundo que vivió, ni los diferentes mundos que lo atravesaban, él produjo una épica, hermosa y trágica, sobre la naturaleza mexicana

Valle de México desde el cerro de Santa Isabel, 1884.
Valle de México desde el cerro de Tenayo, 1885.

Tomar el camino seguro para hablar de una producción como ésta, hubiera sido citar a Octavio Paz en una primera instancia, para luego abusar una y otra vez del término “sublime” —lo que igualmente hubiera sido atinado tanto por el carácter subjetivo, como por la relación directa con la naturaleza que tiene en su definición kantiana. Pero lo cierto es que hoy por hoy, en el día a día, rara vez hay tiempo para lo sublime, rara vez nuestra mirada ansiosa, que habita detrás de nuestras retinas agobiadas, se encuentra con algo inconmensurable. Aunque también hay momentos en los que recordamos; cuando nos deslumbra la luz que atraviesa las ramas de las jacarandas, obligándonos a detenernos; cuando el cascajo cae de los muros y nuestros huesos se sacuden porque se está sacudiendo el piso; hay momentos en los que la naturaleza, a veces de forma sutil y a veces de forma sublime, nos recuerda que la tenemos olvidada.

Gran cometa de 1882.
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