Aunque el ritmo del mundo parezca rebasar los límites del tiempo, la belleza del universo permanece inagotable, o así lo percibe Amalia Ulman quien, en su profunda exploración por la naturaleza ecléctica de la identidad, descubre la posibilidad de tonos y matices que enriquecen nuestra experiencia como seres presentes. En su trabajo artístico, enfocado en el cine y la literatura, Amalia ha trazado un camino donde se tejen las imágenes y la simbología sensible a través de narrativas tanto irónicas como políticas. Su mirada se posa con agudeza sobre los gestos cotidianos y los signos culturales de Estados Unidos y América Latina, revelando capas ocultas en lo aparentemente banal.
Impulsada por un origen cultural diverso y una conciencia despierta, Amalia canaliza sus impulsos creativos en Magic Farm (2025), obra que desata una serie de cuestionamientos sobre los efectos de las decisiones, los cambios identitarios y las formas de atravesar los azares del destino.
Muchas gracias por compartir este espacio con nosotrxs. Para esta edición de DNA, Nature and Wonder Vol. II, nos hemos enfocado en la profundidad y el lado místico de la naturaleza, y creo que hay algo bastante abismal en tu trabajo. Quisiera saber en qué forma tu experiencia creando Magic Farm ha sido evocadora de tu lado más profundo.
Es un tema que me interesa mucho. Desde mis inicios como cineasta y artista visual me intrigó el problema del glifosato en el campo. Me preguntaba: ¿cómo representar visualmente las plantaciones transgénicas y mostrar que, aunque se ven hermosas, son en realidad tóxicas? El reto estaba en que, a simple vista, todo luce perfecto: hileras uniformes, un verde impecable. Si fotografías ese paisaje, lo primero que piensas es “qué bella es la naturaleza”. No percibes nada negativo. Precisamente por eso me interesó tanto: cómo revelar, a través de la imagen, lo que no se ve. Durante la película fue muy difícil retratar cómo las personas enferman y cómo vincular esas dolencias con un entorno que, en apariencia, resulta tan atractivo. Reflexioné mucho sobre ello, porque también pone en evidencia hasta qué punto nuestra cultura está centrada en las imágenes. ¿Cómo narrar lo invisible? ¿Cómo contar lo que no aparece en la superficie?
Lo mismo sucede con los microplásticos. ¿Cómo haces consciente a alguien de algo que no puede percibir? A los humanos nos cuesta convivir con lo nocivo cuando no lo vemos. Y pasa igual con ciertos problemas de la inteligencia artificial, o del internet mismo. Se suele decir que es inmaterial, pero no lo es: requiere enormes cantidades de electricidad, de infraestructura, de bienes raíces. Esa ilusión de inmaterialidad es, en realidad, un espejismo.
Como cineasta y narradora, también me interesa capturar esos momentos mágicos entre personas. Trabajo mucho con la intuición, y hay instantes que simplemente no pueden explicarse: una conexión entre actores, un gesto inesperado con los animales… momentos de pura magia. Para mí, la labor como directora consiste en reconocerlos, contenerlos y darles forma.
El problema es que vivimos en un sistema dominado por lo cuantificable. El mainstream, lo corporativo, el capitalismo… todo exige resultados medibles: números, métricas, gráficas. Hoy algo se considera “bueno” si acumula likes o views, lo cual es engañoso. Trabajar en un entorno que mide el valor artístico con parámetros de consumo digital es, quizá, el mayor reto.
Claro, de hecho hay varias cosas de lo que acabas de decir que me parecieron muy importantes. Cuando vi la película, por ejemplo, me pareció que la naturaleza dentro de ella es igual de ecléctica y diversa que el tejido cultural de América Latina, y principalmente de Argentina, que tiene tantos orígenes y una historia tan rica de pluriculturalidad. ¿Qué significa para ti, en un plano íntimo o en tu experiencia, este tejido de identidades, gestos y códigos? Incluso parece que converge lo absurdo con lo mágico, y a la vez con lo político, la resistencia… ¿Cómo ha influido esta experiencia en ti?
Mi vida siempre ha sido así, llena de situaciones difíciles de explicar, y creo que eso ha marcado profundamente mi trabajo. Todo lo que conozco está atravesado por una especie de tensión constante, como una extorsión silenciosa.
Soy argentina, aunque mi historia empezó en otro lugar. Mis padres emigraron a España cuando yo era bebé. No nací allá, pero fue allí donde aprendí a hablar. Y no fue en la España que la mayoría imagina, sino en Asturias. Ese norte verde y gris, más parecido a Irlanda que a los estereotipos de “España”. Una tierra con raíces celtas, de tradición matriarcal, distinta a cualquier postal.
Crecí en la pobreza, pero en una casa llena de curiosidad y de gustos poco comunes. Mis padres eran lo que hoy llamaríamos hipsters: sin dinero, pero apasionados por lo underground, los cómics, las películas raras, lo alternativo. Así se fue moldeando mi infancia, entre la precariedad material y un universo cultural excéntrico que me marcó para siempre.
Mi vida está hecha de muchas capas, y es el único tipo de vida que conozco. Siempre me han marcado esas cosas raras que me han pasado, momentos en los que la realidad parece superar a la ficción. Ha sido una sucesión de accidentes, muchos de ellos ligados a la geopolítica, porque al venir de una clase muy baja, mi vida siempre estuvo atravesada por lo que ocurría en el mundo. Terminé en España, por ejemplo, a raíz de la crisis económica de Argentina en el 89. Ese hecho cambió mi vida por completo. Más tarde, mi camino estuvo marcado por una época en la que España era parte de Europa y existía una enorme oferta de becas y premios… gracias a eso pude llegar a Londres.
Pero todo se vino abajo con la crisis del 2008. Mi vida se convirtió en un infierno. Aunque seguía trabajando como artista y las cosas marchaban relativamente bien, tuve que enfrentarme a la crudeza de una crisis económica devastadora. Al final terminé en Estados Unidos y, justamente por no tener dinero, viajaba en autobuses Greyhound. En uno de esos viajes choqué, y desde entonces vivo con una discapacidad.
Toda mi vida, por pertenecer a la clase social de la que vengo, ha estado siempre a merced de estos vaivenes. Y mi trabajo no hace más que reflejar todo eso.
En toda esta experiencia de vida, ¿cuál dirías que fue ese momento o esa sensación personal que encendió tu deseo por contar esta historia?
Creo que siempre fui muy narrativa como artista. Llegué a la escuela de arte de una manera un tanto extraña, porque lo que más me atraía y consumía siempre fue la literatura y el cine. Empecé haciendo fotos, pero incluso allí mi aproximación era narrativa.
En mi ignorancia, nunca pensé que pudiera hacer cine. No lo veía a mi alcance: hacer cine era caro, difícil, implicaba mucha gente. Jamás me imaginé como cineasta. Mi único referente femenino era Sofía Coppola, o bien los directores de la Nouvelle Vague, y no había nada contemporáneo que me hiciera pensar: “eso lo puedo hacer yo”. Eran mundos muy lejanos. Así que comencé mi camino como artista visual y, poco a poco, fui llegando a donde tenía que llegar: al cine.
Y, en ese sentido, tienes un estilo muy particular. No solamente en torno a lo visual, sino también al género en sí. Por ejemplo, la comedia parece ser el vehículo que mueve toda la narrativa. Sin embargo, hay un trasfondo profundamente humano en todas estas decisiones que se toman. Incluso, me atrevería a decir, un tanto metafísico debido a la personalidad de cada personaje. Con base en esto, ¿hubo algún momento —desde que escribiste o produjiste la película, o incluso ya lanzándola al mundo— en que se te haya revelado algo inesperado o inexplicable? ¿Hubo alguna revelación o algo que se moviera dentro de ti?
Creo que todo tiene que ver con la naturaleza y, en especial, con los animales. Los momentos más mágicos de la película, más allá de la labor de actores maravillosos creando su propia magia en escena —y aquí destaco lo mucho que disfruté ver a Valeria Lois— fueron también esos instantes imprevisibles con los animales. Ver a Valeria actuar era impresionante: su oficio, su caja de herramientas, todo estaba allí. Presenciarla fue un “wow” constante. Y después están los accidentes felices, las sorpresas. Una de mis escenas favoritas ocurre cuando la cámara está sobre el caballo: Chloë Sevigny se acerca y, en tiempo real, el animal mueve la oreja para verla mejor. Yo lo observaba en vivo y fue increíble; solo esperaba que estuviéramos grabando. Otro instante mágico fue cuando un gatito se estira al mismo tiempo que un perro. Son cosas irrepetibles, imposibles de ensayar o recrear: pertenecen al azar de los animales.
En lo personal, yo no crecí en el campo. Vengo de un barrio de pescadores, pequeño y urbano. Nunca tuve animales —salvo una gata—, nunca tuve esa relación. En Argentina llegué a sentirme avergonzada, porque la rama materna de mi familia sí proviene del campo. Mi tatarabuelo era gaucho, mi abuela montaba a caballo a escondidas… todos tenían una relación muy intensa con la vida rural, y yo jamás había montado.
Aprendí recién cuando me preparaba para la película. Desgraciadamente fue en Estados Unidos, con estilo inglés, pero aun así, logré subirme, acercarme, y comprender qué significa realmente estar frente a un caballo. Incluso con los perros tuve un descubrimiento inesperado. Nunca había tenido perros; de hecho, les tenía miedo, porque mi mamá también les temía. Pero durante el rodaje, gracias al catering, comenzaron a aparecer muchos perros atraídos por la comida. Y resultó que eran animales maravillosos. No eran perros callejeros: todos tenían dueño, estaban bien cuidados y pasaban el día acompañados de otros perros. Eran sociables, dóciles, cariñosos y muy buenos. De pronto me encontré rodeada de ellos, y para mi sorpresa, me la pasé increíble. Ahora tengo un perro. Un perro enorme. Eso es completamente nuevo para mí.
Creo que la película, más allá de lo profesional, me transformó en lo personal: trajo a mi vida cosas que nunca había imaginado y me cambió profundamente
Suena caótico, pero al mismo tiempo sagrado, trabajar con animales, ¿no?
Sí, es realmente mágico trabajar con animales.
Me llama mucho la atención el trabajo con los animales y el uso de la cámara, pues empleas ángulos muy particulares que ofrecen otra perspectiva, incluso la de los propios animales. Por ejemplo, esa escena del caballo que parece ir haciéndose cada vez más alto. Es una imagen que uno nunca suele tener de un caballo…
Además, salvo dos animales, el resto de ellos no estaban amaestrados. No había entrenador: eran simplemente los animales que llegaban. Así, teníamos que generar una conexión real con ellos para poder colocarles las cámaras encima y esperar a que regresaran con ellas.
Y ¿cómo influyó trabajar con actores tan talentosos en la historia o en la narrativa que habías concebido? ¿Sientes que tu visión inicial se transformó a lo largo del rodaje hasta llegar al resultado final?
Sí y no. La verdad, creo que tenía las cosas muy claras desde el principio —incluso antes de la película— y simplemente logré materializar lo que ya estaba en mi mente junto con los actores. Lo que sí fue maravilloso fue la experiencia de trabajar con intérpretes de tanto talento. Obviamente, para mí como directora, fue un proceso enriquecedor y, sinceramente, aprendí muchísimo.
Yo venía de trabajar en El planeta, donde lidiábamos con no-actores, lo que implica otra forma de aproximarse al rodaje. Y, después, poder colaborar con actores tan sólidos nos condujo a un nivel completamente distinto. La verdad, lo disfruté muchísimo.
Si pudieras compartirle algo a los espectadores —no solo sobre esta película, sino sobre el cine en general— acerca de cómo el estado de asombro transforma nuestro mundo interior, al reconocer lo maravilloso en lo cotidiano, como sucede al trabajar con animales o al mirar nuestra propia historia personal… ¿qué dirías que aún puede hacer el cine por nuestra vida interior?
Uf, muchísimo. Empatía. Creo que lo más importante del cine es esa capacidad de ponerte en la piel de otra persona. Y pienso que eso es precisamente lo que comparten la literatura y el cine: la posibilidad de habitar otras vidas, de sentir desde otros cuerpos y otras perspectivas.