Tamarindo, o la eternidad en tres días
En Four Seasons Tamarindo, el tiempo no se mide en duración sino en presencia
(DIARY)

Hay lugares que no se visitan, se atraviesan. No se poseen, porque son ellos los que te contienen. Tamarindo es uno de esos espacios: una reserva natural enclavada en la costa del Pacífico mexicano donde el tiempo no corre, se curva.

Viajé con mi hermana. Lo que pensábamos como un descanso acabó siendo una forma distinta de habitar el tiempo.

Llegamos desde la Ciudad de México, y tras un breve vuelo, un chofer del Four Seasons nos recibió en silencio, como si supiera que las palabras pronto serían innecesarias.

El Four Seasons Tamarindo es un hotel como ningún otro, es arquitectura que se disuelve. Diseñado por el despacho LegoRogers (una colaboración entre Legorreta y Rogers Stirk Harbour + Partners), el edificio principal apenas se asoma entre la selva. Desde el lobby, el mundo parece reconfigurarse: una alberca suspendida flota en el aire como una línea de agua que no quiere tocar el suelo. 

Alrededor, nada se impone. Los cuartos no están construidos sobre la naturaleza, sino dentro de ella. Cada habitación es una pausa vegetal, una geometría escondida entre la flora. Desde ahí, los tejones locales se asoman como si custodiaran secretos antiguos.

 

 

 

El resort está ubicado dentro de una reserva natural de 1,214 hectáreas, de las cuales solo el 2% ha sido intervenido. El resto es biodiversidad viva: más de 70 especies endémicas entre aves, mamíferos, reptiles y anfibios que cohabitan este santuario donde todo respira con su propio ritmo. 

En la flora: ceibas, papelillos rojos, parotas, higueras y tescalames que elevan su presencia como altares vegetales. En la fauna: armadillos, iguanas, jabalíes, coatís, venados, víboras… y de noviembre a marzo, ballenas jorobadas cruzando el horizonte como un milagro del Pacífico. En el cielo: águilas grises, chachalacas, carpinteros, fragatas magníficas, trogones. Cada especie parece contar el tiempo con su propia voz.

Hay caminos de tierra que se abren a tres restaurantes. Uno de ellos, curado por la chef Elena Reygadas, ofrece un rol de blueberries que bien podría ser la versión Tamarindo del mítico Rosetta. El sabor es un poema, y el menú entero una alabanza sensible a nuestras tradiciones gastronómicas. 

Todo proviene de una granja donde las cabras no conocen la prisa y las gallinas escuchan jazz o cuencos tibetanos como parte de su rutina diaria. Cargar a una de esas cabritas requirió más que deseo: fue necesario esperar con paciencia, moverse con respeto, entrar en sincronía.

 

 

 

Entendí que el contacto con la vida, cuando es real, no se exige. Se espera.

 

 

 

 

El hotel ocupa una extensión vasta, pero nunca busca ser protagonista. Los colores son los de la arena. Los materiales llevan la tierra mezclada en su médula. 

 

Las plantas no rodean los muros: los devoran con ternura. En un mundo obsesionado con el control, este lugar honra la disolución.

Me senté en la playa con Pau. Playa Tamarindos: sin olas, sin estridencias. Leímos. Caminamos. Paseamos en kayak. 

El mar no nos habló, pero nos escuchó. A cada hora, un pájaro distinto marcaba el ritmo del día. Ellos fueron mi reloj. Yo fui su huésped.

 

 

 

Nos ofrecieron un tour botánico y descubrimos que los árboles tienen nombres, edades, memorias. Algunos se inclinan con pudor; otros, con orgullo. Los guías no eran guías: eran guardianes, biólogos, traductores del lenguaje del follaje. Me di cuenta de que el verdadero lujo es la armonía, y está en saber que estás parado en un ecosistema que respira contigo. Está en no dejar huella.

El lujo, en Tamarindo, es la posibilidad de fundirte. No como quien huye, sino como quien por fin pertenece. 

 

 

 

No desconectarse, sino estar. Estuve ahí cuatro días. Pero, si me preguntan, no podría precisar cuántos. Al principio pensamos que tres días no serían nada. Y, sin embargo, el tiempo se volvió blando, expandido, casi eterno. Quizá porque por primera vez en mucho tiempo no miré una pantalla. Quizá porque dejé de distraerme con el ruido de otras vidas y me dediqué, con una entrega rara y absoluta, a habitar la mía.

A convivir. A escuchar. A estar. Como si la atención plena fuera un portal secreto a la eternidad.

Como si la eternidad no fuera una promesa futura, sino un instante sin interrupciones. 

En el lenguaje de los árboles, quizá fueron cuatro estaciones, cuatro siglos, cuatro pulsos. No lo sé.

Solo sé que salí distinta.

Como si una parte de mí se hubiera quedado entre las hojas,
y otra —más suave, más líquida— hubiera vuelto conmigo.

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